

Espacio de recuerdos, anécdotas, fotos, miradas... sobre la escuela que nos vio crecer y que cierra sus puertas en junio de 2008... Participa.
Barcelona, 12 de junio de 1993
No he podido dejar de recordaros a través de nuestro primer gran cuento imaginado colectivamente y soñado junto al olor antiguo de una tiza.
Desde entonces han caído lluvias torrenciales y puede que haya avanzado el desierto, pero nada importa si habéis conseguido levantar nuevas acequias, mantener unidos a todos los “GLU-GLÚS” del bosque, respetar las meditaciones del CONSEJO DE ANCIANOS, utilizar la astucia del zorro y premiar valorando la fuerza del asno.
El “GRAN ROBLE” me ha dicho que habéis aprendido que una tierra para que sea fértil tiene que tener su hora de frío y su hora de calina y que las cuatro estaciones cumplen su ronda inequívoca: SILENCIO, EMOCIÓN, EXUBERANCIA Y FEROCIDAD. También me ha dicho que él seguirá en el mismo sitio porque es MILENARIO y aunque acogerá a los nuevos habitantes del bosque, vuestra aventura es inolvidable y perdurará a lo largo de los tiempos.
Hay vidas que fueron hechas para vivirlas y aquellas cosas que tomaron cuerpo, aunque ya sean pasado, nos pertenecen y aguardan en la recámara caliente de los sentimientos; por eso vuestros innumerables nombres me provocan descargas afectivas en las entretelas y en las neuronas de mi sólida memoria. Hubiera sido aburrido vivir momentos con vosotros y entre vosotros para que ahora nos hundiéramos en nuestra propia vida y en nuestro propio silencio. Estoy seguro que dentro de MIL AÑOS nos reconoceremos.
Que los DIOSES CÓSMICOS os sean benefactores y que llenéis vuestros mundos de SOLIDARIDAD.
¡Un fuerte abrazo!
Miguel Ángel Coque
Cierra Betsaida.
Y a nosotros, sus alumnos y exalumnos, nos roban una parte de nuestra infancia. Betsaida era un lugar donde podías ser libre, ese paraíso de Nunca Jamás donde el tiempo se ha detenido y todos somos pequeños, sin problemas, sin agobios, sin precariedad laboral, sin hipotecas desorbitantes, sin inmigración ahogada en el Estrecho, sin loco mundo cruel y también maravilloso.
Betsaida era entrar cada mañana por su puerta de listones de madera verde –extinta desde hace años- y hacer fila educadamente en un, seguramente, pequeño patio que era en realidad un universo repleto de múltiples posibilidades, entre ellas, la más evidente: el campo de baloncesto de un colegio y club que además ha dado ídolos nacionales e internacionales.
Betsaida era hablar de usted a los profesores, respetarlos como a un segundo padre o madre -¡ah, cómo se añora aquella época cuando la línea educativa existía y era la misma en casa y la escuela!-; era recorrer los estrechos pasillos idealmente en silencio y realmente felices; ascender ordenadamente las escaleras –no daban para más- hasta las aulas –encerado verde, tizas blancas y borrador al frente, viejo escritorio para el maestro o maestra y, en realidad, incomodísimos pupitres de madera con cajón y barra en medio que te separaba de tu compañero-.
Pero, ¿saben?... ésa es mi infancia y para mí es perfecta. Mi infancia durante once largos años, mi base, mi estructura, mi raíz, parte innegable de mi esencia de ser.
El azar quiso que mi padre fuera maestro de esa escuela y, claro, una pasó muchas horas entre sus paredes, olfateando sus libros, saboreando sus rincones, deleitando el oído con los secretos de las viejas aulas y las desvencijadas sillas, degustando lentamente el tiempo con la intensidad con la que sólo puede disfrutarse en la infancia.
En Betsaida habitaban seres de una valía y una calidad humana incomparable, insólita en estos tiempos. La fundadora Maria Mateu, pedagoga de los pies a la cabeza, abanderada de la escuela creativa cuando eso sonaba a chino; el señor Saturn y sus sugus, fiel compañero y adlátere de Maria; los leoneses Santiago y Eliseo que dejaron la escuela hace años; el rebelde e incontestable M. A. Coque; las dulces Pilar Olivé y Lidia Fo; la maternal Rosario; el excéntrico profesor de música cuyo nombre no recuerdo, y aquellos quienes os sonarán a muchos de vosotros. Fátima, que nunca ha dejado de ser Campanilla y hacernos soñar; Dolores, que escondía una dulzura irresistible tras su natural autoritario; Maruja, férrea y tierna, yin y yang, completa; Mª Jesús y sus tablas de multiplicar, comprensiva; el bondadoso y permisivo Alberto, con sus pullovers de colores; Jesús, mi padre, maestro de toda una vida, bohemio y libre; Teresa, enérgica e inquebrantable; Rosa, joven y llena de vida, outsider; Tino, la única persona del mundo que puede hacer de las ciencias una diversión, un ejemplo de pedagogía desde el humor y el cariño. Y mi maestra Pilar, un símbolo, un mito, que en toda ella representa qué es Betsaida, una de las personas más exquisitas, honestas y maravillosas que conozco, un compendio de saber. Nuestra otra madre.
Y, claro, cómo puede una no llorar la pérdida de ese espacio, cómo no puede extenderlo -como lo hacía unas semanas antes Amanda Castells en Área Besòs- a que, con la desaparición de una escuela laica y concertada como ésa, con esa magnífica plantilla (donde después se añadieron Martina, Eva...) y ese bagaje cultural, profesional y personal a sus espaldas, se ponga punto y aparte a un modo de enseñar cercano, amable, docente, humano.
¿Saben? Betsaida y lo que en ella se cocinó durante años era creatividad, comunidad, esfuerzo colectivo, armonía, humanidad. Te enseñaba el valor de lo simple y cotidiano y también de los grandes ideales vitales, el valor de la Vida en su múltiple expresión.
Betsaida eran las obras de teatro de navidad y sus ensayos previos, los festivales de fin de curso, la cena de octavo, el viaje a Ibiza, las convivencias, las excursiones, los carnavales, los días del libro... La apuesta por el trabajo en equipo y la cultura.
Betsaida era un oasis educativo dentro del desierto opresivo de los curas y las monjas en los años setenta y ochenta y aún buena parte de los noventa. Un espacio donde la solidaridad estaba a la orden del día, donde el compañerismo era ejemplar (Fuenteovejuna, todos a una), donde el amor era palpable en cada rincón.
Un espacio donde era más importante quien tú eras que lo que tú hacías. Y eso, en este mundo, es de agradecer infinitamente...
De aquí a poco, viviremos la crónica de una muerte anunciada.
Ahora todos somos un poquito más huérfanos.